sábado, 14 de febrero de 2009

MI NUEVO HOGAR


Cuando la vi por primera vez una especie de viento helado se clavó en mis huesos y consiguió paralizarme por completo. Un ángel, pensé. Su cabello dorado, sus ojos que deslumbraban a todo aquel que pasaba por su lado, su estilizada figura. Era preciosa. Me volví loco al verla. María se llamaba. Estuve detrás de ella durante muchos meses hasta que por fin conseguí su teléfono. - Qué suerte - pensé. No me atrevía a llamarla. ¿Y si me decía que no quería verme? Me tomaría por un loco, lógico, no me conocía de nada. Pero aún así lo intenté, me armé de valor y la llamé. Al escuchar su voz el corazón me dio un vuelco. Aquel sonido era una mezcla entre la dulzura y la valentía que la caracterizaban. Me presenté y le propuse vernos para tomar algo y con una sonrisita de niña me dijo que sí, aunque no estaba segura del todo. ¿Y si me creía psicópata? A partir de ahí comenzó todo. Quedábamos de vez en cuando, luego más seguido, hasta que le confesé que la quería. Ella me correspondió.


Yo sabía que todo esto había pasado en poco tiempo pero aún así no podía evitar el desearla cada día más. Le pedí que se viniera a vivir conmigo. Recuerdo su cara el día que se lo dije. De repente se volvió hacia mí, pálida, pero fue recuperando el color rosado de sus mejillas mientras lo iba asimilando.


Los primeros meses de convivencia fueron maravillosos, claro está, estaba feliz y radiante. Era algo nuevo tanto para mí como para ella y lo que no pude y nunca podré entender es lo que pasó después, aún más sabiendo que nunca había sentido esto por una mujer. Ella fue mi mujer.


Venía del trabajo cansado y María preparaba la cena, como siempre hacía. No sé cómo sucedieron los hechos pero acabé con mi mano sobre su cara y después otra vez, y otra, y otra. Más tarde vinieron las patadas, los puñetazos, la veía en el suelo y era incapaz de detenerme. Una rabia incontrolable se apoderaba de mí, me sentía fuerte pero a la vez impotente por no poder parar. Al poco rato me di cuenta de lo que había hecho y le pedí perdón, le juré que no lo volvería a hacer, que esto que había pasado fue lo más vergonzoso y doloroso que me había pasado en la vida. Ella me perdonó, qué ingenua. Las palizas fueron aumentando hasta que un día, cansado de aguantar, cogí lo primero que vi con tan mala suerte de dar con un cuchillo, el cuchillo que arruinaría mi vida. Lo primero que pensé cuando se lo clavé fue que yo le había dicho que nunca permitiría que alguien o algo le hicieran daño. Mira por dónde el que le había hecho daño era yo. Intento no recordar cómo su roja sangre recorría mis dedos, cómo me reía cuando le clavé la afilada hoja en el corazón, me volví loco, empapado en ira, pero aún así no puedo dejar de pensar ni un solo día que pasa en el daño que le hice. Creo que estoy enfermo, o al menos, eso pienso ahora.


Sí, de verdad, es así. Ahora sólo me queda el recuerdo, un recuerdo que preferiría olvidar pero que por mucho que lo intento siempre, siempre permanecerá en mi cabeza. Ahora estoy aquí encerrado pagando por lo que hice, este es mi hogar. Aunque frío, triste y gris, es mi hogar, el hogar que me merezco por todos los errores cometidos en mi vida y en especial este. La has matado tú. Esta frase se me repite cada día en mis sueños y me despierto sudando pensando que si la hubiera querido más y mejor no habría pasado nada. No puedo más, me siento inútil aquí. No me queda mucho tiempo, cuando alguien encuentre esto significará que yo he pasado a una mejor vida, me habré reunido con ella. Soy un cobarde, lo sé, pero tengo demasiadas ganas de verla.


Raquel Fernández