sábado, 14 de febrero de 2009

RESPIRAR



Respirar. La más importante de las funciones vitales. No puedo respirar. Hoy ha sido uno de los días más duros de mi vida. No diré que ha sido el peor ya que nada puede compararse a contemplar cómo la vida de un ser querido desaparece como la nieve bajo un día de intenso sol; o ver que la suerte desaparece del mundo, añadiendo desgracias y catástrofes al planeta entero. Pero también es cierto que la suerte se negó un buen día a pasar por mi mundo y, en consecuencia, me arrebató la vida.




El hecho de tener que verte todos los días pasar por delante de mí es agotador. La vida nunca me ha puesto las cosas fáciles, cosa que nunca me ha importado, y tenía más que asumido que sacarte de mi cabeza iba a ser difícil. Pero está resultando más complicado de lo que me imaginaba.




Decidí ocupar mi mente, no permitirme pensar en ti. No paraba en todo el día, el instituto, las tareas de casa, los estudios… lo que fuera para que cuando me fuese a la cama, estuviese tan cansada que no tuviese fuerzas para pensar en nada. Porque si pienso en ti… Dios, es como si un escalofrío recorriese todo mi cuerpo, desde la punta de los dedos de mis pies hasta el pelo, filtrando únicamente el dolor de verte y no tenerte, retorciendo cada bocanada de aire que entra por mis aprisionados pulmones, impidiéndome respirar.




Pero hoy no he podido más. Sabía que reprimir lo que sentía duraría por poco tiempo. Me he sentado, estaba cansada. He dejado caer mis ahora pesados brazos encima de mis rodillas, apoyadas contra mi pecho. Y así, con la vista fija en un punto que ni siquiera sé si existe, acurrucada en la esquina de mi cama, he contemplado lo que me rodeaba, mi mundo. Mi habitación era colorida y acogedora a la vista de cualquier persona, pero no a la mía. Era gris, un gris sin vida que poco a poco se ha ido oscureciendo hasta el punto en que todo era negro y no veía nada. Mis sentidos habían desaparecido, sumergiéndome en un océano de oscuridad e inseguridad.




Empezó a sonar el móvil. Froté mis ojos mientras les daba tiempo para acostumbrarse a la escasa y tenue luz de mi habitación. Cuando conseguí localizar la pantalla de mi móvil algo se revolvió en mi estómago; eras tú. Por alguna extraña razón, el verte no me produce la típica sensación de euforia de cualquier adolescente al ver al chico de sus sueños (o el que cree que es el chico de sus sueños). No, yo soy diferente… Como si un remolino de arena y agua de mar se adentrara en mí y modificase la escasa estructura que mantenía mi cuerpo frágil y pequeño.




Lo cogí, como si de una granada a punto de estallar se tratase y conseguí formular un ¿Sí? Mi voz se quebró. Ni siquiera sé si lo llegué a decir. Me dijiste que bajase a la calle, que estabas esperándome y que necesitabas hablar con migo. Me deshice de mi pijama y me puse los primeros vaqueros y camiseta que pillé. Me enfundé en las deportivas mientras contemplaba en el espejo de mi ascensor la maraña de pelo que llevaba. Era inútil intentar hacer algo con él, al fin y al cabo es culpa tuya, si me hubieses avisado antes aún podría haber estado un poco decente.




Abrí la puerta de mi portal y allí te vi, con la espalda apoyada en la pared como si de un anuncio de colonias se tratase. Me acerqué y me diste dos besos, suspiré sin que te dieras cuenta. Tu olor calmó mi corazón a la vez que la angustia de mi estómago aumentaba.




Empezaste a caminar y te seguí, con las manos en los bolsillos y los pulgares fuera de éstos, como si volviese a tener cinco años y me acabasen de presentar a un adulto que sobrepasara cuatro veces mi altura. Al fin y al cabo, eres mucho más alto que yo. Nos sentamos y te quedaste mirándome, pero a diferencia de otras veces no rehuimos la mirada. Conseguí sumergirme en ti a través de tus pupilas. Paz. Sí, eso es lo que sentí. Después de mucho tiempo sentí que te tenía sin tocarte, aún estando todo el banco de distancia entre nosotros, estaba unida a ti.




Te acercaste a mí, cada vez más, mientras mi respiración se iba acelerando al son de los latidos de mi corazón. Sé que no podías oírlos, era imposible. Pero el hecho de que por alguna razón inexplicable pudieses sentirlo me aterrorizaba, me hacía quedar al descubierto. Estaba enfada, sí, porque no tenía fuerzas para evitar sufrir. Estaba tirada en medio del ring, esperando a que me dieses el último golpe que me dejase inconsciente, quedando patente que eres el vencedor de esta batalla sin nombre.




Pero no hablamos, ni tampoco me besaste, no… ni tu ni yo queríamos eso. En algún momento todo aquello quedó atrás, íbamos más lejos. Tocarnos sin siquiera rozarnos. Seguí inmóvil, paralizada. Mientras, tú te acercabas a mi cuello y notaba tu respiración en el hueco de mi garganta, recorriendo con la yema de tus dedos el dibujo de mi mandíbula. En el momento en que llegaste a mi clavícula, después de recorrer el camino de mi garganta con la punta de tu nariz, mi cabeza dio un fuerte estallido. No, el mundo no se había desvanecido. Era perfectamente consciente de que la gente que pasaba por nuestro lado se quedaba mirándonos, con la envidia de volver a ser adolescente de nuevo. Estábamos a escasos dos centímetros de distancia. Mi cara y la tuya. Todavía no nos habíamos tocado, esta vez me acerqué yo, lentamente. No tenía prisa, y poco a poco mi respiración se cortó durante segundos, minutos, quien sabe… y mis labios…




Abrí los ojos en un intento de volver a respirar y proporcionar a mi cuerpo el oxígeno que necesitaba. Seguía allí, en la esquina de mi cama, acurrucada. No era consciente del tiempo que había pasado. Podría ser el fin del mundo y sólo tendría fuerzas para maldecirte una y otra vez.




Y aquí sigo, con mi cuerpo enredado en sí mismo, protegiéndome de la oscuridad y tristeza de mi habitación, mientras noto que una lágrima recorre mi mejilla. No creas que es porque te quiero. No. Te odio, te odio como no podría haber imaginado que se pudiese odiar. Me repito, lo sé, pero es lo que siento. Rabia, furia, impotencia. Porque no puedo luchar más contra ti. Porque nunca nadie ha hecho que derrame una lágrima y tú en un sueño lo has conseguido. Porque has destrozado todos mis límites. Porque el poco equilibrio que tenía para vivir me lo has arrebatado.




Pero lo que más rabia y miedo me da, es que me estoy empezando a acostumbrar a la oscuridad de mi habitación y sin ella… No puedo respirar. La más importante de las funciones vitales. Respirar.




Mónica Carrascosa